CARLOS SALDIVIA
Eran las 7:36 de una fría mañana del 11 de marzo de 2004. El chileno Héctor Figueroa viajaba a bordo de un tren procedente de Guadalajara y se preparaba para desembarcar a medida que ingresaba a la estación ferroviaria de Atocha en Madrid, la más concurrida de la capital española. Pero no alcanzó a hacerlo. Tres explosiones seguidas desatarían un infierno y su tren quedaría destruido, dejando el lugar sembrado de cadáveres. Entre ellos, el suyo.
A las 7:38 de esa misma mañana, el chileno Gastón González, de 41 años, ejecutivo de una ONG para refugiados, viajaba de pie en otro tren que venía desde Alcalá de Henares. El vagón iba atestado. A su lado iba sentado su hijo Ignacio, de 10 años, y dos metros más allá su hijo Javier, de 8 años, también de pie. Cuando se encontraban a sólo 500 metros de Atocha, un destello enceguecedor y un estruendo...