POR ERNESTO GARRATT VIÑES
No necesitaba nada más. Mickey Rourke lo tenía todo.
A mediados de los años 80 era el actor–promesa de carácter más respetado de Hollywood. Le llamaban el nuevo Al Pacino, el nuevo Robert De Niro, el nuevo Marlon Brando. Con sólo un puñado de películas, el entonces galán Rourke, el sex symbol de "Nueve semanas y media", encarnaba la esperanza, la renovación y el talento en estado puro. Todo era perfecto en sus notables apariciones en "La ley de la calle", de Francis Ford Coppola, "Manhattan Sur", de Michael Cimino, y "Corazón satánico", de Alan Parker.
Pero a Mickey Rourke algo lo carcomía por dentro, un cáncer de espíritu autodestructivo que terminó llevándoselo al lado oscuro del lado oscuro: a las adicciones, a los excesos, a desfigurar sus fotogénicas facciones en inútiles peleas de boxeo y en inútiles sesiones de cirugías...