Por María José Viera-Gallo Estamos a mediados del siglo XIX, a una hora y media de Boston, en el poco trascendente pueblo de Amherst, en Massachusetts. La Guerra de Secesión Americana está por comenzar. Tres huracanes sin nombre azotan la costa este. En una habitación de papel mural floreado, piso de parquet y escritorio de madera, Emily -30 años, colorina, rígida partidura al medio, ojos espaciados- escucha que la llaman al otro lado de la puerta y no responde.Se acabaron las salidas al jardín, las limonadas recién exprimidas a la hora del té, las tertulias con los hermanos Austin y Lavinia, los cotilleos con las amigas afuera de la iglesia. En el jardín han brotado las flores, qué importa. Un joven poeta quiere conocerla, que le hable a través de las escaleras. La decisión de Emily Dickinson es radical y no hay vuelta atrás: confinarse en su pieza a escribir...