POR SABINE DRYSDALE
Recoleta. Martes 18 de diciembre de 2007. En una sala enorme, de paredes blancas y piso de madera, en el segundo piso del Centro cultural Anandamapu, unas 60 personas –hombres, mujeres, niños– esperan sentadas en el suelo, en círculos, descalzas.
Silencio.
Víctor Truviano, argentino, 30 años, de cuerpo escuálido, pelo café, liso, largo, enredado, y sonrisa permanente, entra en la sala. Se sienta. Comienza a hablar. Cuenta que algún día fue un eximio violinista, que tocaba en conciertos, que daba clases, que vivía con su madre en un barrio a las afueras de Buenos Aires. Y que un día, en enero de 2006, lo dejó todo. Fue el día en que –asegura– dejó de comer. Y más tarde, de beber.
Víctor Truviano, con la sonrisa pegada en el rostro, les dice que encontró el prana, la energía vital del universo, y que de eso se alimenta: del sol, del amor.